Gente que anda por ahí (IV)

>> lunes, 26 de abril de 2010

Hay gente que anda por ahí que lleva auriculares para tapar el bullicio de la ciudad, pero recibe con alegría a los guitarristas que suben a los transportes públicos y regalan un poco de arte por un rato con versiones únicas e irrepetibles de canciones inéditas u olvidadas.
Esta gente apaga los reproductores y guarda los auriculares para escuchar al humano, y se prepara algunos pesos para que no dejen de existir quienes con humildad e ideas le crispan la piel en lo grisáceo de la urbe. Antes de bajar entrega sus ideales en forma de billete y dice que no quiere ser bendecida por Dios, que quiere que haya más de esas expresiones, y escucha cómo hay otros que andan por ahí sentados con sus tapados de piel, sus arrugas y sus narices finas pidiendo que la guitarra se mude de colectivo.
"Con mucho contenido, ¿no?", contesta la guitarra, pero la nariz pide canciones de amor, y entonces la gente que anda por ahí piensa en voz alta que debe ser para no pensar; luego baja, y por algunas cuadras, llora.

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La voz blanca

>> domingo, 11 de abril de 2010

La gente importante se reúne en edificios redondos con paredes de grandes ventanales, techos altos y escaleras con barandas de metal que suben hasta los entrepisos de floreros en mesadas de mármol.
Se sienta en sillones ubicados alrededor de una mesita ratona rectangular donde apoya los cafés y el New York Times. A su alrededor están los cuadros, erguidos en las paredes, revisándose las inclinaciones entre sí. Habla sobre cosas que no le pertenece, hace tratos sin sacudir las muñecas, sin firmar papeles. Habla, insulta y los pone sobre la mesa ratona, apilados y atados con una banda de otro tipo de papel. Usa trajes finos, tiene bigotes rubios y sonrisa extraña.
Sus ojos recorren el círculo perimetral de la mesita ratona antes de levantarse y de asentir con soberbia. Camina hasta los ascensores, dejando tras sus pasos a los encargados de abrirle las puertas y desplegarle las alfombras rojas. Se sienta en el asiento trasero de los autos sin necesidad de indicar direcciones a los choferes ni de arrugar los bolsillos de los pantalones al bajar. Sus zapatos brillantes los atraviesan por el jardín delantero hasta la puerta que cierran con fuerza a sus espaldas.
En la ciudad hay una voz pálida, susurrante, que recorre las calles, se filtra por las imperceptibles grietas de las ventanillas de los autos, por las cerraduras, los portafolios, penetra las gargantas, los globos oculares, y les entrega ofrendas atrayendo a los pobres con villancicos y cruces, los arrodilla en la alfombra importada de la mansión y sonríe a los que se mantienen sobre sus zapatos; y sigue de largo, no está apurada pero tiene muchas mansiones y pisos redondos que visitar.

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La valse d'Amélie *

>> martes, 23 de marzo de 2010

No sé nada de música. Es decir, no sé en términos de lo que el cientificismo moderno dicta que es el saber. Sé, como se puede saber el punto de cocción en que a uno le apetece el arroz, que me gusta escuchar música cuando viajo. Y cuando digo música digo que es algún ruido que comunica, con o sin sistematización, con o sin voz humana.
Digo, como para evitar también las categorías etnocentristas que definen la música desde su lugar y la limitan a su gusto de clase.
Sé que me gusta mirar a través de las ventanas hacia afuera de los transportes, y sé que me gustan las melodías con personalidad para los viajes. Porque me hace sentir que musicaliza mi vida; esa que se mueve.
Y para entonces elijo el equilibrio entre lo nostálgico (la nostalgia también genera intriga e introspección además de cierto nivel de tristeza), lo payasezco alegre y lo inocente y tiernamente simpático.
Porque así me gusta sentir que es la vida.




*Haciendo click sobre el título del post irán a Youtube para escuchar la pieza en cuestión.

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La memoria.

>> jueves, 4 de febrero de 2010

He descubierto que mi falta de memoria es asombrosa; tan sorprendente como esquizofrénica.
La actividad de escribir sin constancia ni dedicación genera en primera instancia la terrible experiencia de quedar estupefacta ante los borradores incompletos de otras épocas, y resignarme a la inconclusión infinita de algunas cuestiones.
Que, en ocasiones, sé que soy yo quien las ha escrito. La falta de intensa reflexión previa o el inevitable límite al que caigo con cada reflexión al no tener una contraparte que aporte nuevas preguntas, nuevas ideas, tendrá su parte en el asunto, y yo no podré superar las sensaciones y las dudas.
Lo positivo, en algún punto, es que luego de mucho tiempo, y si no he releído mis palabras efusivamente o con frecuencia, la distancia que he tomado desdibuja la identidad del autor. He tenido la grata sorpresa de encontrarme interesante, de no saber en absoluto cómo seguía una historia y disfrutar hasta del estilo narrativo de esas autoras que conozco por primera, y por última vez, hasta la próxima, en el punto final.

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El trampolín.

>> domingo, 31 de enero de 2010

Usualmente cuando quiero decir algo que no me animo a decir, por temor a lo que puedan responder o por vergüenza, que es el temor a parecer estúpida o ridícula, repito las palabras una y otra vez en mi mente. No llego a armarme una imagen de lo que puede llegar a pasar, no hay tiempo en ese frenético temor irreconocible. Tan confundida está la mente que no puede dejar de parecerse a un disco de pasta rayado.
Es estar al borde de un trampolín. Las palabras no dichas son el bamboleo del cuerpo que se detiene antes de saltar, y se repite y mueve los brazos hacia atrás para tomar impulso pero la falta de coraje se apodera de las piernas y la pasarela queda muda.
Si logro contener la compostura, luego de un rato subo las escaleras hasta el trampolín, lo más probable es que salte. La adrenalina de un "che..." o un "Daniel...", que es el suspiro previo al salto con los ojos cerrados, baja al pecho y los pies vuelan.
No recuerdo respuesta que me haya ridiculizado aunque sí desilusionado y frustrado. Con suerte, y la he tenido bastante de mi lado, a los cumplidos el Che o Daniel responden agradecidos, o emocionados, sutil y cordialmente perfectos. Y la ridiculez es mía pero externa, y feliz, de cómo no se me ocurrió que podían ser esas palabras más importantes para el otro cielo.

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