Cuentos populares rusos

>> miércoles, 30 de diciembre de 2009

Hoy tengo el agrado de traerles una historia que me fascinaba cuando era chica. Madre nos la leía una y otra y otra vez. Este cuento era uno de los tantos otros del libro "Cuentos populares rusos", del cual no podría precisar el año de publicación, ni quién fue su compilador o a qué editorial perteneció la versión, ya que hemos encontrado el libro sin las primeras 18 hojas.




Nos reíamos y nos resultaba más interesante -al menos a mí- que tanto cuento sobre los Odos, aunque alguno estaba bien. El famoso cuento se titula "La mujer charlatana". A continuación, y para despedir el año (no sé qué significa esto pero en esta época hay que decir que las cosas que se hacen se hacen por eso) se los transcribo.
Antes, quería destacar algunas cosas: 1- me gusta la palabra mujik. 2- no recuerdo ningún otro cuento de ese libro, por lo que no sé si es que los demás son todos malos, simplemente mediocres o es que Madre no nos leyó nunca otro de ahí. 3- me da un poco de bronca lo machista que es el marido de la mujer charlatana, pero igual me causa gracia el cuento. 4- hoy el pelo se me enruló mágica y brillantemente perfecto sin ningún producto ajeno, quizás el mundo explota mañana a la noche, y no en el 2012.



Erase una mujer tan charlatana, que no podía callarse nada. En cuanto se enteraba de algo, lo corría por toda la aldea.
En cierta ocasión, su marido fue al bosque, se puso a cavar una trampa para los lobos y encontró un tesoro. "Qué debo hacer? -se dijo el buen hombre-. En cuanto mi mujer se entere de que somos ricos, lo correrá por todo el contorno, llegará la cosa a oídos del terrateniente y ¡adiós mi dinero!"
Tras de mucho reflexionar, el hombre enterró otra vez el tesoro, fijándose bien en el sitio, y regresó a casa. Llegó al río, echó un vistazo a la red que allí tenía y encontró un sollo. Sacó el sollo de la red y siguió su camino. Se acercó a echar un vistazo a un cepo que había puesto y encontró en él una libre.
El hombre quitó del cepo la liebre y puso el sollo. Luego fue al río y enredó la liebre en la red.
Era ya de noche cuando llegó el hombre a la casa.
- ¡Ea, Tatiana -dijo a su mujer-, enciende el horno y fríe un montón de hojuelas!
- ¿Qué dices? ¿Que encienda el horno a estas horas? ¿Quién fríe hojuelas de noche? ¡Vaya ocurrencias!
- No discutas y haz lo que te mandan. ¿Sabes?, he encontrado un tesoro y hay que traerlo esta noche.
La mujer, muy contenta, encendió el horno y se puso a freír hojuelas, diciendo:
- Come, maridito, antes de que se enfríen.
El hombre se comía una hojuela y metía dos en su zurrón, sin que la mujer lo advirtiera.
- ¡Vaya apetito que tienes hoy -dijo la mujer-, no doy abasto a freírte hojuelas!
- El tesoro queda lejos -respondió el marido-, el dinero es mucho, y debo cenar fuerte.
En fin, el marido llenó de hojuelas el zurrón y dijo:
- Ya no puedo más. Ahora come tú, y vamos, que hay que darse prisa.
La mujer cenó en un dos por tres y ambos se pusieron en camino.
El marido iba delante, en medio de la oscuridad, y clavaba en las ramas de los árboles las hojuelas que llevaba en el zurrón.
La mujer no tardó en verlas.
- ¡Ay, mira, mira, hay hojuelas en las ramas!
- ¿Te asombra? ¿No has visto que delante de nosotros flotaba una nube de hojuelas?
- No, no la he visto -respondió la mujer-. Yo miraba todo el tiempo el suelo, para no tropezar en los raigones.
- Ven -la llamó el marido-, que ahí puse un cepo por si caía alguna liebre.
Se acercaron al cepo y el marido desprendió el sollo.
- ¡Ay, maridito mío! ¿Cómo ha podido ese sollo venir a parar a un cepo para liebres?
- ¿Es que no sabes que hay sollos que andan por tierra?
- No lo sabía. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás lo habría creído.
Llegaron al río. La mujer dijo:
- Vamos a echarle un vistazo a tu red.
Sacaron la red y encontraron en ella la liebre.
La mujer no cabía en sí de asombro.
- ¡Díos mío! -exclamó-. ¿Qué ocurre hoy? ¡En la red hay una liebre!
- ¿De qué te asombras? ¿Es que no has visto nunca liebres de agua?
- No, nunca las había visto.
En fin, llegaron al lugar en que estaba oculto el tesoro. El hombre lo desenterró, tomaron todo el dinero que pudieron cargar y emprendieron el regreso.
Su camino pasaba cerca de la casa del terrateniente. Habían llegado a la altura de la finca cuando oyeron unos balidos.
- ¡Huy, qué miedo! -exclamó la mujer-. ¿Qué puede ser eso?
- Los diablos, que están ahogando al señor terrateniente. Corre, no vaya a ocurrir que nos vean.
Llegaron a casa jadeantes de la carrera.
- Mira, Tatiana -advirtió el marido a la mujer-, no digas a nadie una palabra del tesoro, porque luego habríamos de sentirlo.
- ¡Qué cosas tienes! ¿Acaso puedo decirlo a alguien?
A la mañana siguiente se levantaron tarde.
La mujer encendió el horno, tomó los cubos y fue por agua.
Junto al pozo, las vecinas preguntaron:
- ¿Por qué, Tatiana, has encendido tan tarde el horno?
- Sí, amigas. Estuve de camino toda la noche, y por eso se me han pegado las sábanas.
- ¿Estuviste de camino toda la noche?
- Sí, mi marido encontró un tesoro, y por la noche fuimos a recogerlo.
Aquel día no se hablaba de otra cosa en la aldea. "La Tatiana y su marido -decía la gente- han encontrado un tesoro y han traído a casa dos bolsas de dinero".
Al atardecer llegó la noticia al terrateniente, que mandó llamar al mujik.
- ¿Cómo te has atrevido a ocultarme -le dijo- que has encontrado un tesoro?
- No sé de qué me habla usted -respondió el mujik.
- ¡No lo niegues -le gritó el señor-, que lo sé todo! Tu mujer misma lo ha dicho a la gente.
- ¡Pero si mi mujer no está bien de la cabeza! -explicó el mujik-. Es capaz de decir cosas que nunca han ocurrido.
- ¡Ahora veremos! -resolvió el señor, y mandó llamar a la Tatiana.
- ¿Ha encontrado tu marido un tesoro? -le preguntó.
- Sí, señor mío, sí.
- ¿Fuiste anoche con él por el dinero?
- Sí, señor mío, sí.
- Cuenta todo desde un principio.
- Primero cruzamos el bosque, y en las ramas había hojuelas de harina.
- ¿Hojuelas de harina?, ¿en el bosque?
- Sí, caídas de una nube. Luego fuimos a echar un vistazo a un cepo para las liebres y encontramos allí un sollo. Nos lo llevamos y seguimos nuestro camino. Llegamos al río, sacamos la red y había en ella una liebre. En fin, nos llevamos la liebre. Cerca del río, mi marido desenterró el tesoro. Llenamos de dinero dos bolsas y regresamos a casa. Pasábamos por delante de la finca cuando los diablos, señor mío, te estaban estrangulando.
Al ver que la mujer decía tantas sandeces, el señor, gritó, pataleando:
- ¡Largo de aquí, tonta!
- Ya ve -observó el mujik- que no se puede creer en una palabra de lo que dice mi mujer. Vivir con ella es un suplicio.
- Te creo, te creo -dijo el señor-, vete a casa.
El mujik se fue a casa, vive feliz y contento y hasta hoy día se ríe cuando recuerda cómo engañó al terrateniente.

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La ilusión.

>> lunes, 19 de octubre de 2009

Tanta reflexión, debate, argumento a favor, con todas las convicciones que tenía de tener pruebas fehacientes, abstractas, concretas.
Y resulta que la realidad sola, sin esfuerzos de escépticos, te encuentra desolada y muda.
Esa realidad, que son hechos sin interpretación reflexiva, demuestra que eventualmente, con la experiencia, podés seguir creyendo en la ilusión pero ya no tenés casos para ejemplificar; tu argumento se hace débil.
O te quedaste sin suerte y sin confianza al mismo tiempo.

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La carta.

>> viernes, 16 de octubre de 2009

La carta está escrita. El papel doblado en tres, dentro de un sobre abierto. Está hasta la firma y el nombre del destinatario en el frente del sobre. Están las ideas, las ganas, hasta estaba el tiempo que debía reposar antes de salir.
Pero la carta sigue acá. Básicamente por una convicción realista de que nada significante va a pasar luego de que esa carta sea leída. La circunstancia que se busca cambiar casi sin esperanzas, seguirá siendo.
Y para qué, se pregunta uno.
Y porque sí, dice el optimismo, porque aunque no cambie lo que quisiéramos que cambie, algo cambia. Para que uno al menos se quede con la conciencia tranquila al saber que hizo lo que pudo, que dijo lo que debió.
Y tal vez, sólo en un mil de tal veces, cambie.
Es dejar la puerta abierta con un cartel invitando a pasar.

Y vivir.

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es éste

>> domingo, 27 de septiembre de 2009

«El otro cielo, brillante, luminoso, el de las ansias de vivir y las películas en tecnicolor, es una falsa alarma. Mi cielo es éste y debo aprovecharlo.»

Mario Benedetti, Quién de nosotros (1953).

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Gente que viaja por ahí (III)

>> jueves, 20 de agosto de 2009

Controla con movimientos de cabeza el flequillo lateral que le cae sobre el lado izquierdo de la frente; busca con dificultad dentro de una cartera sin bolsillos internos que lleva colgada y llena de pequeños ítems

los auriculares redondos que le cubren las orejas y se sostienen tras ellas como anteojos. Tiene una lapicera en la mano derecha y la mueve sobre una hoja que tiembla por los remaches del asfalto. No es paisaje común, piensa. No puede ignorar el bullicio del fondo pero la música. Después sabe que no hace más que describir, casi como sacar una foto con ruido y movimiento y olor a nafta y a brisa de verano en invierno; había algo mágico en la noche. Se ríe y se deprime por un instante.
Deja sobre la hoja unas cosas que dicen De vez en cuando necesitarías ojos ajenos, una esquizofrenia controlada para ver tu trabajo desde donde estás y no en contrapicado. No sé por qué hay tantos que leen en los viajes y tan pocos que escriben, ¿no son actividades complementarias? ¿Qué hace el común de la gente con lo que lee? Controla con movimientos de cabeza el flequillo lateral que le cae sobre el lado izquierdo de la frente; busca con dificultad dentro de una cartera sin bolsillos internos que lleva colgada y llena de pequeños ítems una lapicera azul, un cuaderno de hojas rayadas.

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>> martes, 7 de abril de 2009

En un determinado momento uno de los pececitos saltó hacia afuera y en la pecera sólo quedó nadando uno.
Y en la pecera contigua.
Se acercaron las peceras, el pez de la segunda saltó a la primera. Por un tiempo, un salto.
Del otro lado se acerca otra pecera, y el segundo pececito salta. Mira hacia la pecera del medio, y a través de ésta ve la vacía. Entonces son dos, uno, cero. Uno, cero.

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América Latina: exilio y literatura*

>> miércoles, 25 de marzo de 2009

(Hace 30 años, la comunicación era manejada por unos pocos. Hoy también.)



En Argentina: Años de alambradas culturales (1984)

(…)
Hay, desde luego, el traumatismo que sigue a todo golpe, a toda herida. Un escritor exiliado es en primer término una mujer o un hombre exiliado, es alguien que se sabe despojado de todo lo suyo, muchas veces de una familia y en el mejor de los casos de una manera y un ritmo de vivir, un perfume de aire y un color del cielo, una costumbre de casas y de calles y de bibliotecas y de perros y de cafés con amigos y de periódicos y de músicas y de caminatas por la ciudad. El exilio es la cesación del contacto de un follaje y de una raigambre con el aire y la tierra connaturales; es como el brusco final de un amor, es como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente, algo como lo que Edgar Allan Poe describió en ese relato que se llama El entierro prematuro.
Ese traumatismo harto comprensible determinó desde siempre y sigue determinando que un cierto número de escritores exiliados ingresen en algo así como una penumbra intelectual y creadora que limita, empobrece y a veces aniquila totalmente su trabajo. Es tristemente irónico comprobar que este caso es más frecuente en los escritores jóvenes que en los veteranos, y es ahí donde las dictaduras logran mejor su propósito de destruir un pensamiento y una creación libres y combativos. A lo largo de los años he visto apagarse así muchas jóvenes estrellas en un cielo extranjero. Y hay algo aún peor, y es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado «in situ» muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina. Y no se trata de un proceso inevitable de selección y decantación generacional, sino de una renuncia total o parcial que abarca un número mucho mayor de escritores que el previsible dentro de condiciones normales.
También por eso resulta tristemente irónico verificar que los escritores exiliados en el extranjero, sean jóvenes o veteranos, se muestran en conjunto más fecundos que aquellos a quienes las condiciones internas acorralan y hostigan, muchas veces hasta la desaparición o la muerte, como en los casos de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti en la Argentina. Pero en todas las formas del exilio la escritura se cumple dentro o después de experiencias traumáticas que la producción del escritor reflejará inequívocamente en la mayoría de los casos.
Frente a esa ruptura de las fuentes vitales que neutraliza o desequilibra la capacidad creadora, la reacción del escritor asume aspectos muy diferentes. Entre los exiliados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada muchas veces por la necesidad de reajustar su vida a condiciones y a actividades que la alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exiliados siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida; están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas, cuentos o novelas de exiliados latinoamericanos en los que la condición que los determina, esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como disvalor y la proyecte a un campo positivo. Se parte casi siempre de lo negativo (desde la deploración hasta el grito de rebeldía que puede surgir de ella) y apoyándose en ese mal trampolín que es un disvalor se intenta el salto hacia adelante, la recuperación de lo perdido, la derrota del enemigo y el retorno a una patria libre de déspotas y de verdugos.
Personalmente, y sabiendo que estoy en el peligroso filo de una paradoja, no creo que esta actitud con respecto al exilio dé los resultados que podría alcanzar desde otra óptica, en apariencia irracional pero que responde, si se la mira de cerca, a una toma de realidad perfectamente válida. Quienes exilian a los intelectuales consideran que su acto es positivo, puesto que tiene por objeto eliminar al adversario. ¿Y si los exiliados optaran también por considerar como positivo ese exilio? No estoy haciendo una broma de mal gusto, porque sé que me muevo en un territorio de heridas abiertas y de irrestañables llantos. Pero sí apelo a una distanciación expresa, apoyada en esas fuerzas interiores que tantas veces han salvado al hombre del aniquilamiento total, y que se manifiestan entre otras formas a través del sentido del humor, ese humor que a lo largo de la historia de la humanidad ha servido para vehicular ideas y praxis que sin él parecerían locura o delirio. Creo que más que nunca es necesario convertir la negatividad del exilio -que confirma así el triunfo del enemigo- en una nueva toma de realidad, una realidad basada en valores y no en disvalores, una realidad que el trabajo específico del escritor puede volver positiva y eficaz, invirtiendo por completo el programa del adversario y saliéndole al frente de una manera que éste no podía imaginar.

Me referiré otra vez a mi experiencia personal: si mi exilio físico no es de ninguna manera comparable al de los escritores expulsados de sus países en los últimos años, puesto que yo me marché por decisión propia y ajusté mi vida a nuevos parámetros a lo largo de más de dos décadas, en cambio mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino, no fue para mí un traumatismo negativo. Salí del golpe con el sentimiento de que ahora sí, ahora la suerte estaba verdaderamente echada, ahora tenía que ser la batalla hasta el fin. El sólo pensar en todo lo que ese exilio cultural tiene de alienante y de pauperizante para miles y miles de lectores que son mis compatriotas como lo son de tantos otros escritores cuyas obras están prohibidas en el país, me bastó para reaccionar positivamente, para volver a mi máquina de escribir y seguir adelante mi trabajo, apoyando todas las formas inteligentes de combate. Y si quienes me cerraron el acceso cultural a mi país piensan que han completado así mi exilio, se equivocan de medio a medio. En realidad me han dado una beca full-time, una beca para que me consagre más que nunca a mi trabajo, puesto que mi respuesta a ese facismo cultural es y será multiplicar mi esfuerzo junto a todos los que luchan por la liberación de mi país. Desde luego no voy a dar las gracias por una beca de esa naturaleza, pero la aprovecharé a fondo, haré del disvalor del exilio un valor de combate.

Inútil decir que no pretendo extrapolar mi reacción personal y pretender que todo escritor exiliado la comparta. Simplemente creo factible invertir los polos de la noción estereotipada del exilio, que guarda aún connotaciones románticas de las que deberíamos librarnos. El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias. ¿Por qué colocarnos en su tesitura y considerar esa expulsión como una desgracia que sólo negativamente puede determinar nuestras reacciones? ¿Por qué insistir cotidianamente en artículos y en tribunas sobre nuestra condición de exiliados, subrayándola casi siempre en lo que tiene de más penoso, que es precisamente lo que buscan aquellos que nos cierran las puertas del país? Exiliados, sí. Punto. Ahora hay otras cosas que escribir y que hacer; como escritores exiliados, desde luego, pero con el acento en escritores. Porque nuestra verdadera eficacia está en sacar el máximo partido del exilio, aprovechar a fondo esas siniestras becas, abrir y enriquecer el horizonte mental para que cuando converja otra vez sobre lo nuestro lo haga con mayor lucidez y mayor alcance. El exilio y la tristeza van siempre de la mano, pero con la otra mano busquemos el humor: él nos ayudará a neutralizar la nostalgia y la desesperación. Las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas: no nos convirtamos nosotros en escribas de la amargura, del resentimiento o de la melancolía. Seamos realmente libres, y para empezar librémonos del rótulo conmiserativo y lacrimógeno que tiende a mostrarse con demasiada frecuencia. Contra la autocompasión es preferible sostener, por demencial que parezca, que los verdaderos exiliados son los regímenes fascistas de nuestro continente, exiliados de la auténtica realidad social, exiliados de la justicia social, exiliados de la alegría, exiliados de la paz. Nosotros somos más libres y estamos más en nuestra tierra que ellos. He hablado de demencia; también ella, como el humor, es una manera de romper los moldes y abrir un camino positivo que no encontraremos jamás si seguimos plegándonos a las frías y sensatas reglas del juego del enemigo. Polonio dice de Hamlet: «Hay un método en su locura». Tiene razón, porque aplicando su método demencial Hamlet triunfa al fin; triunfa como un loco, pero jamás un cuerdo hubiera echado abajo el sistema despótico que ahoga a Dinamarca. La vida de Ofelia, de Alertes y la suya son el terrible precio de esta locura, pero Hamlet acaba con los asesinos de su padre, con el poder basado en el terror y la mentira, con la junta de su tiempo. En esa locura hay un método, y para nosotros un ejemplo. Inventemos en vez de aceptar los rótulos que nos pegan. Definámonos contra lo previsible, contra lo que se espera convencionalmente de nosotros.
(...)

Julio Cortázar.

Ponencia leída en el coloquio sobre “Literatura Latinoamericana de hoy” que tuvo lugar en el Centro Internacional de Cerisy-la-Salle, en 1978.
*es posible que el título no haya sido elegido por Cortázar sino por quien publica el libro (póstumo), Saúl Yurkievich. “Julio nos lo dejó casi listo”, confiesa en el post scriptum.

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